A principios del XIX era un establecimiento fabril con tecnología tan avanzada que doblaba la capacidad de trabajo de los molinos de la costa malagueña. Según un antillano, era superior a cualquiera de los de sus islas
Lucia Prieto Borrego.
No son nuevos nuestros lamentos por la desaparición y el maltrato de nuestro patrimonio arqueológico industrial. Arrasados durante el gilismo, los últimos vestigios del pasado industrial -presentes hasta entonces en la Colonia de El Ángel-, destruidas arquitecturas singulares, abogamos por la recuperación del Trapiche de Guadaiza y nos felicitamos por la conservación del de Miraflores -incluido, éste en los inventarios del patrimonio industrial de la Junta de Andalucía-. Pero el infortunio persigue a lo que constituye el más importante conjunto de restos materiales de la arqueología del azúcar, no sólo del municipio, sino tal vez de la costa, los del Trapiche del Prado.
Durante dos siglos desafió a la Inquisición y a la poderosa competencia de los señores de Miraflores y fue en el difícil tránsito de España a la modernidad cuando tuvo su última oportunidad. A principios del XIX era un establecimiento fabril con tecnología tan avanzada que doblaba la capacidad de las moliendas de los molinos de la costa malagueña. Según un antillano era superior a cualquiera de los establecimientos azucareros de sus islas. Viajeros como William Maclure y Alexandre de Laborde se asombraron de la impresionante factura del edificio que elevaba sus bufardas en la falda de Sierra Blanca.
Tras caer y renacer de sus ruinas, sufrió la ignominia de ser convertido en cuadra, algo que no debió parecerle extraño a los que acostumbrados a manejarse con bolsas de basura vivían del lodazal de la política. Durante los años noventa, una y otra vez como a un enfermo lo fuimos a visitar, impotentes ante el deterioro, doliéndonos del avance de las cuadras que estrangulaban sus muros, incluso preguntado a sus verdugos si aún vivía la prensa que el estiércol ocultaba. Tras la dignificación de la vida política, el acuerdo plenario, de 31 de octubre de 2008, por el que se adjudicó la concesión de la construcción de un geriátrico en la parcela del antiguo Trapiche del Prado, hizo renacer nuestra esperanza. Tras la magna operación municipal de limpieza del edificio y las catas arqueológicas, el resultado fue impactante. Al sur quedaron abiertas las bocas de un conjunto de hornos, sobre ellos, la cocina, ‘el cuarto de las calderas’, perpendicular a la molienda hidráulica, donde se hallaron restos del banco. Al oeste, la tajea sobre arcos de medio punto y el recinto de la gran rueda hidráulica que ha dejado sus huellas en la pared. Al norte, la impresionante caballeriza, de techos altos y pilares cuadrados y al sureste, la más singular de las construcciones, una estructura circular, rodeada por un pasillo anular sobre el que giraban los animales que impulsaron la molienda.
En Motril, sobre restos, mucho más exiguos que los del Trapiche del Prado, se ha recreado un ingenio azucarero. Visitarlo es una experiencia única, más si se comparte con amigos. La rueda hidráulica gira, las cañas crujen al pasar por la molienda, en las calderas hierve el jarope; las formas de azúcar -que en el Prado se cocían en horno propio- impresionan por la perfección de sus texturas. A diferencia de proyectos como el de Motril, con ejemplos innumerables en Andalucía, la recuperación del patrimonio arqueológico, industrial, etnológico e inmaterial no ha sido nunca prioridad de las políticas culturales del municipio. A partir de las iniciativas desarrolladas entre 2008 y 2010, la sólida estructura de la fábrica, muestra tras la limpieza su dorada desnudez.
Tememos que tras la paralización de las obras, en realidad nunca empezadas, el Trapiche del Prado no aguante otro desafío. La Marbella, que a impulsos del Gobierno de la nación y del autonómico, avanza, no puede permitir que la promesa de azúcar de conservarlo se convierta en una amarga decepción.
Noticia: Diario Sur de Málaga