DE derecho está en las Partidas y otras muchas leyes de hordenamiento, determinar que los mineros pertenesçen a los Reyes», informaban a Isabel la Católica recién llegada al trono de Castilla. Como desconocía las cuestiones administrativas sobre las explotaciones mineras, le anotaron en un cuaderno las nociones más precisas. Las Siete Partidas determinaban que la Corona se reservaba siempre «los mineros de oro e plata e los otros metales si los oviere. E todas las otras cosas que pertenesçen a nuestra preheminençia e soberanía real».
Esta legislación se mantuvo inalterable hasta la «desamortización del suelo» de 1825, mediante la cual se separó la titularidad del suelo de la del subsuelo. A partir de ésta, cualquier persona podía registrar un terreno en régimen de concesión para explotar sus riquezas subterráneas y estimular la actividad minera. El boom no se hizo esperar, y en 1838 se produce un arranque minero en el sudeste español caracterizado por un laboreo minifundista con poco capital. Una explotación artesanal y autóctona.
Esta primera fase destacó por sus deficiencias estructurales. Un arcaísmo técnico y económico que aprovechaba la demanda exterior para rentabilizar la extracción de plomo, «el rey de la minería española del siglo XIX». Tras el laboreo, el mineral se derretía en una pequeña fundición cercana a la mina, pues su bajo punto de fusión admitía una tecnología primaria y sencilla, aunque se perdía un tercio de plomo. La simplicidad de su transformación permitió la aparición de numerosos focos mineros, llegando a constituirse el plomo en el tercer artículo en importancia para la exportación nacional, precedido del vino y el aceite.
Málaga, la provincia con menos trayectoria minera de Andalucía, se sumó al carro del laboreo. Marbella no fue una excepción y así, tres amigos decidieron recuperar las menas plomizas de Buenavista, ya explotadas en el siglo XVIII, y construyeron un horno para fundir el mineral.
En principio, la explotación se hacía en vertical, pero las lluvias hacían estragos en las instalaciones, inundándolas periódicamente; por lo que se optó por explotarlas en horizontal, formando galerías. Dolores Navarro, una de las personas que mejor conoce los entresijos de Sierra Blanca, habla de las dos minas del Junquillo, San Marcos, el Registro y la Campana. José Bernal cita, además, San Francisco, San Miguel, Desengaño, Emilia y otras de menor entidad abandonadas al agotarse la mena. Un interesante conjunto minero.
En el último cuarto del siglo XIX llegó a Marbella el capital extranjero con una compañía belga que propició una modernización introduciendo tecnologías ahorradoras de mano de obra, al tiempo que controlaba la extracción y fundición. Esta inyección auspicia un apogeo que encuentra su arranque en la disponibilidad de mano de obra, pues el salario minero era más alto que el agrícola.
El horno de Buenavista es testigo de aquella arcaica forma de explotación, donde el metal era sometido a una elaboración previa a su exportación en barras (galápagos). A lomos de caballerías, atravesaban el arroyo de las Piedras, Huerta de las Ánimas, Camino de la Mina, arroyos de Camoján y Guadalpín; los Montoro., hasta llegar a la estación de descarga.
Plácida Donoso, nieta del último capataz del complejo, Antonio López Guerrero, me contó viejas anécdotas escuchadas a su madre. El horno se abastecía de carbón vegetal y se perdieron las encinas, robles y alcornoques de los montes cercanos que, tras la Guerra Civil, fueron sustituidos por pinos. A la mina se accedía por dos vías, la de las bestias, más larga y cómoda, y una vereda que partía de la venta situada en la N-340, un camino más accidentado que solían utilizar los cabreros.
El ocaso de estas explotaciones tuvo su origen en la caída de la demanda por la I Guerra Mundial; sin embargo, es posible que en Marbella no se iniciara hasta los años veinte. Tras varios conatos de continuidad, se produjo la definitiva desaparición durante la depresión de 1929.
Visitar Buenavista tiene su encanto. Arriba, el paisaje justifica con creces su nombre, pues se divisa el mar adornado tan solo por la vegetación, panorámica difícil ver en Marbella. La Sierra Blanca se muestra con todo su esplendor y dureza. Los derrames de tierra procedentes de las minas del Junquillo y San Marcos, rompen en determinados momentos la monotonía de un entorno verde y grisáceo. Al fondo, la Concha, distinta a la que vemos desde la playa, que aquí se asemeja a una peineta clavada sobre las copas de los pinos.
Buenavista habla de actividad laboral ya en desuso, de ilusiones, de expectativas económicas nunca realizadas. Sus instalaciones, que están siendo recuperadas al matorral por la iniciativa de un grupo de entusiastas convocados por Cilniana, acaso vuelvan a recuperar su vertiente humana. Porque una vez estén limpias, el senderista que se adentre en ellas podrá contemplar un paisaje industrial desconocido en una ciudad que, al menos durante media década, soñó con la saneada economía que propiciaba el grisáceo metal. Fue, durante un breve espacio de tiempo, El Dorado de muchos ciudadanos.